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Del sótano a la terraza

Desde hace unos años es bastante frecuente encontrar notas, entrevistas y comentarios donde autoras y autores contemporáneos opinen sobre el estado del campo literario argentino. Incluso empezaron a circular libros: Hernán Vanoli, Ariana Harwicz, Eric Schierloh, Edgardo Scott, Maximiliano Tomas y Nancy Giampaolo son solo algunos de los nombres que le han dedicado tiempo y tinta a la cuestión.

Aun celebrando sus aportes huelga decir, no obstante, que la sensación de un diagnóstico tan compartido (decadencia, mediocridad, chatura, hipocresía) no basta. Cualquiera que pase un rato observando el sistema literario argentino será capaz, más tarde o más temprano, de dar un diagnóstico más o menos serio que precise la causa del malestar. Pero ahí suele terminar la cosa.

Es que, sea por la proverbial mezquindad del escritor (que privilegia siempre lo que le conviene a sí mismo más que al campo, que está más interesado en construir su castillo de naipes que en jugar una partida), sea por una suerte de obediencia debida que muchos sienten para con su grupo de pertenencia, o sea por la dificultad actual para generar comunidad (es decir, la incapacidad de aunar visiones bajo un foco común del que emerja cierta praxis que no se rija por un dogma), pocos logran llegar a la acción y casi ninguno es capaz de sostenerla.

 

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La literatura frente al Mercado y el Estado es un libro publicado en 2021 por el colectivo editorial Último recurso que compila cuatro entrevistas realizadas por Nancy Giampaolo durante agosto de 2020, en pleno Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio.

Los entrevistados, cuyos reportajes pueden verse acá, fueron Martín Kohan, Ana María Shua, Alan Pauls y Ariana Harwicz. El motivo está sintetizado en el subtítulo (Radiografía de la corrección política) pero como en cada conversación se amplía un poco, se puede decir que el libro propone pensar las consecuencias, para la literatura, de temas muy en boga en el mundo cultural de entonces: las políticas de la cancelación, la inclusión como bandera que no siempre aporta resultados, la doble moral de los círculos editoriales, la corrección política como autocensura, la segmentación que impone el mercado a la obra de un autor, el costo individual de adherir a un colectivo.

Más allá de esta enumeración, lo más valioso del libro, aunque mencionarlo parezca minimizarlo, es su existencia: leerlo, hoy, permite desatender un poco las cuestiones más coyunturales que lo atravesaron en su momento y centrarse un poco más en la mirada, tanto de la entrevistadora como de los entrevistados, sobre (lo que podríamos decir, más en general) las prácticas literarias. Entender cómo funciona y cómo piensa la literatura desde arriba, entendiendo por arriba algo medianamente indiscutible: tiradas más, tiradas menos, hablamos de autores que publican y circulan sin demasiados inconvenientes; autores que, cuando pasa algo, no tienen demasiados inconvenientes para instalar su discurso en la esfera pública; autores que, en algunos casos, las editoriales van a buscar para pedirles libros.

Nadie duda de que ese espacio privilegiado sea merecido. Pero en un ecosistema como el argentino resulta útil observar sus miradas un poco desde afuera: ¿se piensa la cultura y la literatura desde un lugar de privilegio?, ¿se escapa algo en un diagnóstico que parece dejar afuera bastante más de lo que deja adentro?, ¿es, el de la literatura, un círculo por definición endogámico?, ¿cuál es el rol, entonces, de los que no llegan?, ¿estamos frente una reedición del mito de la torre de marfil, con el agregado de que quienes están abajo, militando la autogestión y el emprendedurismo, tienen más intenciones de asomarse a uno de sus balcones que de erosionarla?

 

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En el prólogo del libro, Manuel Quaranta menciona un sujeto tácito: los que hablan por izquierda y escriben por derecha. Lo hace para ilustrar cierta hipocresía entre el pensar, el decir y el hacer de autores, editores, periodistas y docentes. Una idea que se desarrollará también en las entrevistas, especialmente en la de Harwicz, pero que Quaranta menciona después de hablar de la noción de triunfo en el mundo de la cultura: la intención de hacer carrera. De este desplazamiento que hace Quaranta, se podría inferir la idea de que la hipocresía ya no solo es una herramienta de quienes deben custodiar un lugar de privilegio, sino también el arma de quienes aspiran a obtenerlo. Parece haberse instalado, de este modo, la idea de que lo público es una puesta en escena generalizada en la que no vale la pena exponerse (porque podrían perderse oportunidades o se podrían cerrar algunas puertas).

Al igual que en los textos, notas y libros de los autores citados en la introducción, prima en este libro cierta sensación de decadencia, de malestar, de que algo no anda bien en la producción y circulación de literatura argentina. Según esta mirada, la crítica y el periodismo cultural, también en decadencia, serían parte del problema.

Leído desde los sótanos de la cultura local, la pregunta que se asoma al rato de empezar el libro es de qué espacios culturales, de qué periodismo, de qué circulación y de qué producción literaria se está hablando. En todos los casos se advierte el sesgo de cierta endogamia: la de la pertenencia a un sector privilegiado validado por eso que, entre Estado, Mercado y Academia, podemos llamar la literatura. Las ideas que hacen circular, los discursos en los que se fijan, los autores a los que se refieren, son los que salen en los diarios, los suplementos culturales, las revistas especializadas; los que ganan premios, los que obtienen becas. Es probable que esta actitud, esta mirada tan sesgada junto a la poca curiosidad que parece advertirse respecto de cualquier submundo tenga algo que ver con el rechazo (tan de moda por estos días, fomentado por los salieris del Antiser) que cierta parte de la sociedad está manifestando respecto de las instituciones vinculadas a la cultura. Es el rechazo del resentido, del marginal: el de quien ve que quienes deberían ser sus interlocutores se expresan como si no existiera.

 

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En la Argentina del siglo XXI tenemos la literatura (un espacio hecho de becas, grandes editoriales que en su mayoría dependen de capitales extranjeros, traducciones, algún que otro agente literario, diarios de tirada nacional, suplementos culturales donde los que escriben cobran, revistas especializadas –digitales o físicas– que pagan sus notas) y tenemos la(s) subliteratura(s) (hecha de sitios de reseñas donde los que escriben canjean su trabajo por el acceso gratuito al libro que van a reseñar, comentarios y menciones en Instagram, editoriales interdependientes, nichos de géneros literarios, talleres, newsletters).

En ambos casos la norma es el repliegue.

La literatura ignora la(s) subliteratura(s). Apenas se permite recibir a un ascendido cuando ha sido validado previamente por el Mercado. La(s) subliteratura(s) aspiran a convertirse en literatura por prepotencia de cantidad (una estrategia válida únicamente para quienes pueden permitírselo: los que no trabajan de otra cosa) y también, a su vez, niegna a todo lo que está por fuera (o debajo) de ellas.

Se podrá estar de acuerdo o no con esta caprichosa división del mapa pero tal vez se pueda acordar en algo: lo que falta es movilidad, intercambio. Cada circuito, preso de la endogamia en la que se refugia para subsistir, se repliega cada vez más sobre sí mismo. Hay cada vez menos vasos comunicantes. En parte esto es consecuencia de lo que reclamaba Fogwill: que nadie haga algo gratis (entendiendo por gratis, en este caso, algo menos vinculado al dinero que a la especulación). Todos, en la literatura y en la(s) subliteratura(s) parecen pensar cada paso de su carrera a partir de obtener un resultado: acercarse a lo que aspiran o custodiar lo que consiguieron.

La idea de que cada individuo es un gestor de sí mismo, el emprendedurismo, parece haber signado el pasaje de lo contra (cultura, literatura) a lo sub. El servilismo, el aspiracionismo y la falta de curiosidad resienten los espacios comunes, cada vez menos convocantes y estimulantes, lo que a su vez convalida la idea del repliegue, de que no vale la pena, de que mejor, si se va a trabajar, trabajar para uno mismo.

Es un círculo vicioso.

 

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Hay un punto que Martín Kohan plantea y que es relevante retomar: el de la confusión entre lo público y lo privado, exacerbado con el modo en que las redes sociales terminaron formando parte de las vidas cotidianas. Cierto que Kohan lo plantea a partir de la idea del stalkeo (que discute afirmando que todo lo que se sube en una red social es público; que no hay, en rigor de verdad, ningún stalkeo). Como solemos ver las redes sociales tirados en un sillón o metidos adentro de la cama, dice Martín, nos embarga cierta sensación de intimidad que nos lleva a olvidar que todo lo que allí circula es público. Por eso le resulta absurda la sorpresa generalizada cuando los discursos que allí circulan de pronto definen agenda o se instalan como líneas protagónicas para interpretar la coyuntura.

Un amigo bastante más joven que yo me decía que publicar una reseña comentando un libro que había leído, para él, no era muy diferente a tomarse una cerveza y conversarlo conmigo. Para él, y entiendo que para muchos como él, son actividades equiparables. Pero una, la conversación, corresponde al ámbito privado, y otra, la reseña, por el solo hecho de estar en Internet (aunque sea en un feed ignoto), pertenece al ámbito de lo público.

Esta indiferenciación entre esferas, alimentada por la facilidad de publicación (en redes, blogs y sitios de reseñas) y la gratuidad (como nadie paga, nadie exige más que una mínima legibilidad) es clave para entender lo poco estimulante que, en general, resultan la(s) subliteratura(s). La sensación de poca o nula circulación que deviene de los espacios en los que estos discursos se producen parece haber devenido en una especie de impunidad: la idea de que, como solo se escribe para lectores interesados de antemano en un segmento definido, van a saber perdonar las miserias del escriba.

 

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Todos, abajo y arriba, parecen compartir el común diagnóstico: chatura, mediocridad, falta de estímulos, hipocresía, conformismo, poco coraje. Pero también existe, abajo y arriba, la misma falta de responsabilidad para combatirlo: como si se tratara de una lucha que siempre tiene que dar otro.

Oscar Wilde creía que el individualismo al que podía acceder una persona, incluso una muy pudiente, dentro de los márgenes del capitalismo, siempre sería falso. El verdadero individualismo llegaría cuando el socialismo, a través de la esclavización de las máquinas y la anulación de la propiedad privada por parte del Estado, liberara al ser humano de las tareas mundanas para permitirle ser sin preocuparse por conquistar o defender nada.

Cuando las razones para escribir y/o hablar sobre literatura son tan mezquinas (interés, vigencia, dinero, figuración, alguna cruzada personal, cultivar la endogamia, proteger el lugar de privilegio ganado o aspirar a ganar uno), el campo se resiente.  Bajo un manto de especulación que lo cubre casi todo, nadie parece escribir para ser su mejor versión. Pensando en defender o en conquistar, con miedo o estrategia, presa del hacer, las escrituras parecen alejarse cada vez más del ser.

 

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Volviendo al libro de Giampaolo, reviste importancia aislar una de sus tesis centrales: que vivimos una época que aniquila diferencia con una gestualidad que la celebra. Esta idea puede multiplicarse añadiendo la noción de enemigo: ¿vivimos una época, especialmente en el ámbito de la cultura, que gestualiza un plantarse frente al enemigo mientras, en verdad, lo ignora?

En este sentido, sobre La literatura frente al Mercado y el Estado algo que valdría la pena discutir es el término frente. Tal vez sea momento de dejar de lado la pretensión de que la literatura sea una especie de estandarte que deba erguirse frente a los presuntos enemigos del Estado y el Mercado para situarla al lado (o sobre) estas entidades, y usarlas para apuntar la mira hacia adentro.

 

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En un pasaje de su entrevista, Alan Pauls dice: Hay una compulsión a avanzar, dar un paso más (…), está el fantasma de detenerse, de frenar, no hacer (…) Lo que hago cuando escribo periodismo tiene que ver con eso, siempre, creo. Introducir un poco de lentitud en el presente.

En un contexto donde los portales literarios no paran de leer y reseñar con una actualización semanal que ningún lector ni escritor puede seguir a menos que tenga intereses comprometidos, me gusta esta idea de Pauls de velar por la pausa, de introducir un no–hacer.

Es deseable, posible (y puede ser rentable) la construcción de una zona vincular, un intersticio, un espacio entre espacios, donde no sea necesario compartir dogmas que atenten contra el individuo (tentándolo con el calor de la endogamia) y en el que no sea necesaria la compulsión para mantenerse en movimiento. Un espacio del que surja y que a la vez haga surgir, de nuevo con Fogwill, mano de obra intelectual capacitada para obrar por instinto. Dotada de un sistema de prejuicios eficaz. Gente dispuesta a moverse colectivamente sola. Como verdaderos samurais, pero sin tanta aparatosidad y griteríos. Maradonas, pero con menos predisposición a engordar y sin Coppolas.

 

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La literatura, como todo ámbito comercial necesitaría una inyección de prejuicios, supersticiones, preferencias caprichosas, hostilidades arbitrarias. Porque sin prejuicios, casi no se puede pensar. Y sin enemigos, no se puede pensar. Y los enemigos pret-a porter que oferta el menú de los medios -y de la prensa cultural hecha de medios- son tan compartidos que sacan las ganas de pensar. Esto lo dijo Fogwill en un inédito del año 2000 que circuló de manera digital hasta que en 2021 la editorial Blat & Ríos decidió publicarlo en una esmerada edición que incluye un prólogo de Silvia Schwarzböck tan valioso como el resto del libro.             

Hoy parece que cada nicho tiene su enemigo y con eso se conforma. Nadie discute el enemigo ajeno, porque no hay miradas globales. No hay miradas globales porque no hay tiempo (lo impide la compulsión) y porque –por ahora– no son necesarias. Pero: ¿cuánto más pueden soportar la literatura y la(s) subliteratura(s) la lógica de la segmentación? ¿Cuánto más pueden replegarse manteniendo un mínimo de sujetos interesados que las haga rentables?

Lo que se adivina en el pensamiento de Fogwill, y lo que se propone en estas notas, es la posibilidad de un espacio que no elija sus enemigos: que los contenga a todos. Que ejerza presión desde abajo con la pretensión de una audiencia total que pueda trascender los nichos y tender puentes entre la literatura y la(s) subliteratura(s). Abrigar la esperanza de que detrás del diagnóstico de malestar generalizado hay un público que pagaría por leer reseñas bien escritas, y críticas bien intencionadas que golpeen donde haya que golpear pero sin chicanas, sin dogmas respaldatorios; que pongan algo en juego a riesgo de herir susceptibilidades hipertróficas; que piensen a la literatura como un lugar de discusión, como una competencia más que como un gimnasio en el que los atletas miden su musculatura frente al espejo.