Estoy revisando libros en una conocida librería-editorial del barrio de Palermo. Separé cuatro, que sostengo en mi mano izquierda. Ninguno me convence del todo pero tengo que elegir uno, leerlo y reseñarlo. Recuerdo que hace unos días intenté vender mi trabajo en el Starbucks de esa misma cuadra y que no me compraron. Sigo revisando.
Agarro Tres Truenos. Leo la primera página, miro el índice. Son tres relatos. Leo, salteados, un par de párrafos al azar. Miro la firma. El nombre resuena, rebota en mi memoria como esperando que algo se manifieste. No se manifiesta. Pero dejo los cuatro libros que había separado y voy a la caja con uno solo.

¿Te llevás éste?, me dice el librero-cajero-dueño de la librería-editorial de Palermo. Librazo, me dice. Son tres voces potentísimas, agrega. Le pregunto si lo leyó completo y me responde que sí, que le gustó mucho, que elegí muy bien. Me gusta hablar con el librero-cajero-dueño de la librería-editorial de Palermo. Tiene algo. Su librería está siempre igual, él está siempre igual, la gente que uno ve ahí es siempre la misma. La sensación es como la de volver al barrio de la infancia los domingos de sufragio.

Pago y busco la parada del 93.

 

«Hubiéramos vivido las dos en el pueblo, y yo la hubiera podido educar. ¿Sabés cómo? Prohibiéndole todo. No dejándole querer nada. Mostrándole lo doloroso. Le hubiera mostrado el dolor con mi dedo. Con cualquier cosa, para que vea grande y bien, con ambos ojos. “Vera Pepa”, le hubiera dicho, “no pierdas para siempre tu modo. Añá, Tupá y otros te eligieron para la virginidad. Mientras vos puedas ser virgen, yo me ocuparé de todo.”»

Un mes después de haber comprado Tres truenos, como sucede con tantos otros, el libro acumula polvo en mi mesa de luz. Pasan cosas, se superponen lecturas, cambian los planes, surgen imprevistos. Sé que voy a reseñarlo pronto pero medio me olvido del libro, medio me olvido de la autora. Todo queda ahí, en el segundo cordón de la memoria.

«Closs cuenta en primera persona historias de mujeres singulares aunque representen conceptos, como si esas vidas originales y un poco estrambóticas fueran la condición necesaria para que algo se abra paso.», dijo Quintín refiriéndose al trabajo de Marina Closs en Tres truenos (Bajo la luna, 2019).

En su nuevo libro, Tascá Skromeda (Neural, 2019), los protagonistas no representan conceptos; dos de las tres historias están protagonizadas por hombres; y las vidas de los personajes no son ni originales ni estrambóticas. Pero todas funcionan, sí, como condición necesaria para que algo se abra paso. Y lo que se abre paso es la literatura.
Entre el cuento largo y la nouvelle, los tres relatos de Tascá Skromeda se relacionan apenas entre sí, lo suficiente como para dar la sensación de unidad. Como para poder entender al libro como una serie de relatos o, como sugiere la editorial Neural, una novela.

Prendo mi computadora, reviso mails, abro el Facebook. Me encuentro con un mensaje que firma Marina Closs. No se presenta. Me cuenta de Tascá Skromeda, un libro suyo, nuevo, que está por salir. Me habla como si ya hubiéramos hablado. Yo me desoriento, por unos segundos me cuesta pensar: quiero interpretar la situación, decodificarla, pero no puedo. Miro el libro, miro la firma. Vuelvo al Facebook, a los mensajes. Scrolleo hacia ese arriba, que es un atrás, un antes. Descubro otros mensajes, previos. Lentamente, todo se ordena.
En junio, interesado en equilibrar la paridad de género en las firmas de Zigurat, había estado leyendo críticas y reseñas con la intención de encontrar alguna autora cuyas ideas me convoquen. Había leído unos textos de Marina en 
Evaristo Cultural y la había contactado. Ella, primero, me había mandado un audio vacío. Después, me había dicho que su dispositivo tenía problemas: que había tenido que borrar varios audios y ya no sabía qué me había dicho y qué no. Me había contado que le dolían mucho los ojos y que no podía escribir mensajes; que no leía mucha literatura contemporánea y que no estaba escribiendo ni ensayos ni reseñas; que le costaba ser crítica porque muchas de las personas cuya escritura le gustaría criticar podían ser conocidas o tener cierto prestigio: que esa posición no le resultaba del todo cómoda; y que los audios que me había estado mandando seguro parecían muy raros.

En el primero de los textos de Tascá Skromeda, una redada policial, una media robada y una clausura disparan una historia prostibular en la que Olga, la narradora (madama, partera y abortera), nos cuenta su tiempo: la relación con la Boba, una colega que le encomiendan cuidar personalmente después de que se contagie tos convulsa; una carta que llega y se convierte en misión; una niña que dice conocerla y llega al burdel envuelta en cierto misterio.
En el segundo, el que habla es Ezequiel: un chico que vive con su padre, su abuela y una hermana que hace la señal de la cruz cada vez que puede y parece obsesionada con João Bicudo, el bandido del monte que nadie quiere cruzarse. Ezequiel, que fuma y anda, tiene un bandoneón que el padre le supo canjear a un gringo por algo para plantar. Y entre el humo, el viento y una desaparición, buscará alguien que le enseñe a tocar.
El libro cierra con Tascá, el tipo más malo del condado, temido y odiado por Olga y las demás, contando su historia dos veces: primero a nosotros, después a las chicas. Su primer amor, su desengaño, el odio creciendo a la par que el dolor, la muerte, un hijo, dos abandonos. La ilusión que le genera el llanto ajeno, el disfrute: saber por qué, escuchar cómo. Lo único lindo que parece sucederle es tocar con Ezequiel: enseñarle.

 

«-João Bicudo pasó ayer por el río, y en vez de remar, empujó el agua a los tiros. -me dice ese día, cuando voy a visitarla.

-¿En serio?

-Pasó a los tiros todo el río. Parece que, detrás de su barca, salían flotando muertos todos los peces.»

Promediando mis veintipico, los modos en que las personas y las obras nos vinculamos y la extraña arquitectura que, a veces, parece adivinarse detrás de nuestros vínculos -las circunstancias espaciotemporales en las que se producen y las posibles conexiones que pueden establecerse entre ellos- fueron motivo frecuente de reflexión y análisis. Gran parte de mi producción juvenil giró en torno a esos tópicos. Ahora, de vuelta en octubre, en mi computadora, en el messenger de Facebook, ya desencriptado mi presente, resuelvo que escribir sobre Marina y su obra es una obligación. Le digo que justo había comprado Tres truenos, que voy a leerlo junto con Tascá Skromeda y le propongo encontrarnos en un café. Le digo que no sé bien qué voy a hacer, pero que la idea es salirse un poco del formato reseñístico. Acepta.

En Tres truenos, dos de los personajes le están contando su historia a alguien y uno, el tercero, sumergido en su urgencia, nos narra su devenir desde la incomprensión de sus actos -o al menos desde la decisión de no interpretarlos- en fragmentos que parecen entradas de diario. En los tres casos, nos encontramos con voces hablando: oralidades apenas intervenidas por intenciones narrativas extrínsecas. Los personajes de Tascá Skromeda, en cambio, no son únicamente voces: se autoperciben. Observan, describen y se narran a sí mismos. Están más cerca de contarnos su historia que de monologar; de componer algo que los defina, que los justifique. Si los personajes de Tres truenos podían entenderse como monologuistas o performers, los de Tascá Skromeda pueden leerse como actores que escriben, dirigen y protagonizan sus mediometrajes. Si los del primero hablaban para ser, los del segundo hablan para hacerse, para inventarse.

 

«No hay manera de no escribir sobre la realidad, es casi un accidente. Siempre se termina hablando de las cosas tal cual son, por más exagerado que uno sea. Por eso, me parece que la fascinación por el realismo textual en algunos escritores es solamente una forma de corrección política. O peor: en Argentina, directamente una paranoia de intelectuales. Si la realidad es, en principio, un consenso, en tanto consenso, también es una restricción. Por eso, yo creo que una literatura muy abocada al realismo es un poco miserable. La literatura tendría que trabajar con representaciones fuera del consenso como realidades. Porque de esa manera el consenso se amplía. Y la literatura es, casi por definición, una posibilidad de amplitud.»

Marina, en Evaristo Cultural

Cuando llego, Marina está leyendo en una mesita de afuera. Le pregunto si prefiere que nos sentemos adentro o nos quedemos ahí y me responde que no. Me hace un gesto que interpreto como una negativa a hacerla decidir o resolver boludeces: que decida yo. Habla igual que en los audios, con tono bajo y tranquilo, algo aniñado pero resuelto, seguro. Subimos al entrepiso. Yo pido un flat white y ella un roll vegetariano. En el bar hay más olor a comida del que yo recordaba. Me incomoda un poco porque yo lo sugerí. Hace calor. Me suda la cara. Los prolegómenos sociales que hay que superar hasta que empezamos a hablar, por suerte, pasan rápido. A los pocos minutos siento que hablamos en confianza.

Hablo bastante más de lo que quisiera. Incluso hablo de mí. Siento que exponerme es necesario. No quiero sentarme a interrogar a alguien haciendo de especialista. No quiero ver a la persona que tengo enfrente una máquina de producir obra. No quiero un objeto de estudio. Desde que leí esta entrevista a Foster Wallace me interesan más las personas que los escritores. De todos modos, porque no podemos hacer otra cosa, nos ponemos a hablar de literatura.

 

«-Señorita -me dijo un músico-. ¿Vos no querés aprender a tocar?

-No ¿cómo?

-Podés aprender a tocar, si la música te gusta.

-No. Me gusta oír. Me gusta estar inmóvil, mientras escucho. Si muevo las manos, se parecerá a cuando hablo.»

Closs entiende a la literatura en un sentido menos sociológico que místico, más dramatúrgico que técnico, más imaginario que endógeno. Su posicionamiento es claro: siempre se escribe desde la propia experiencia pero hacerlo adrede es ir a menos, solidificar los consensos en vez de sacudirlos. Para escribir hay que irse. Lejos, lo más lejos posible; porque, de todos modos, nadie se va a ninguna parte: cuanto más te vas, menos te vas; cuanto más te quedás, menos estás.

Todo un manifiesto en épocas de auto-ficciones.

La semana en la que nos reunimos, los grandes medios dedicaron parte de su agenda al boom de la literatura femenina, después de que María Gainza, Selva Almada y Mariana Enríquez ganaran los premios Sor Juana Inés de la CruzFirst Book Award de Edimburgo y Herralde, respectivamente. Hablamos de ellas y de Samantha Schweblin y Gabriela Cabezón Cámara. Marina dice que no lee muchos contemporáneos. Me pregunta si los premios están justificados, si son buenas escritoras. Le digo que no sé; que leí El nervio óptico de María Gainza pero que de las demás no leí nada. Hablamos de los premios y de las dificultades para publicar, por fuera de la crisis. Me cuenta que anduvo dando vueltas por talleres ilustres (me nombra los coordinadores), que algunos le dijeron que no era lo suficientemente buena, que tenía que estar dispuesta a recibir críticas; que otros le dijeron que no podían cobrarle, que no necesitaba ningún taller: que su escritura ya era una escritura. Me cuenta que habló con lectores, que intercambió mails con empleados de editoriales, con gente de prensa, que se anotó en concursos. Que no pasaba nada.

En algunas ocasiones Marina mira por encima de su hombro antes de hablarme. Estamos en un entrepiso por el que puede verse la entrada del bar y un pedazo de vereda. Al principio pienso que puede estar esperando a alguien más. Después, voy percibiendo que los movimientos suceden cuando tiene que hablar de algo cuya opinión no es del todo favorable. Sabe, siente, que le tocó una época difícil para estar en contra. Que puede haber celebradores al acecho, dispuestos a increparla por no estar a favor de lo que hay que estar a favor. Es la época de las celebraciones y el que no celebra es un traidor. Mejor, entonces, callar. Y si se escapa algo, vigilar que no haya peligro. Me dice que si no fuera por el primer premio que obtuvo del Fondo Nacional de las Artes en la categoría Cuento de su edición 2018, Tres truenos todavía estaría buscando editorial.

En Tascá Skromeda no hay patetismo, no hay, diría, dificultades: sus personajes atraviesan sus vicisitudes (extremas, por cierto) sin autocompasión, casi sin ser del todo conscientes de lo que están viviendo, sin procesarlo del todo. Nada, ni el sufrimiento, aparece idealizado (salvo en Tascá, el tercer relato: pero ya verá el lector por qué, y cómo). El efecto que esto produce es que por un momento volvemos a sentir que nadie, ninguno de nosotros, tiene las herramientas para procesar su vida en presente. Creemos que sí, pero estamos tan a la deriva como Olga, Ezequiel o el propio Tascá. Pensamos que tenemos cierta identidad, cierto dominio de nuestras vidas pero una carta, un acordeón o un vecinito pueden cambiarlo todo: así de fácil. Yéndose lejos, bien lejos de la vida de un lector cosmopolita, Marina logra interpelarnos como un escritor debe hacerlo: escribiendo.

 

«¿Hace falta hablar? No quiero. Prefiero que no me escuche nadie. El que me escucha pierde la esperanza. Soy el sin remedio. Yo soy aquel que hace daño por bruto y que, al tratar de sanar, lastima más fuerte, por torpe.»

Identificando la corrección política como el principal enemigo (es el sentimentalismo de la época, dice) pero sin convertirse en una outsider de pose con fecha de vencimiento, Closs no cae en la trampa de confrontarla: simplemente la evade. Y con esa finta nos expone: permite la identificación con sus personajes a través de caminos muy diferentes a los que utiliza la auto-ficción: no apela a nuestras similitudes civiles (móviles, fugaces, mentirosas) sino a nuestras semejanzas de especie, a lo universal dentro de nosotros que muchas veces se pierde en la coyuntura de la diferencia.

Marina me cuenta que no entiende por qué tiene amigos que le mandan mails con mejor literatura de la que se ofrece en las mesas de las librerías. Le digo que yo tampoco. Que hay preguntas que es mejor no hacerse. Que hay que seguir escribiendo. Pero Marina escribe. Escribe mucho: tiene seis libros publicados, cuatro listos para publicar, tres para corregir y dos proyectos por delante. Siento la necesidad de decir algo lindo y le cuento que el librero-cajero-dueño de la conocida librería-editorial de Palermo donde compré Tres truenos me había dicho que era un librazo

Cada uno paga lo suyo y nos vamos caminando para la estación Malabia de la línea B. Ella va para Leandro N. Alem; yo para Juan Manuel de Rosas.