Hay momentos en que no sé qué pensar. Literalmente. Mirando por la ventana del colectivo, antes de quedarme dormido, debajo de la lluvia de la ducha: una calesita de ideas a medio pensar gira ante mí mientras yo, que vengo a ser la sortija, espero pasivamente que alguna me lleve.
Pasa el caballito, pesco una frase, un disparador: nada. Pasa el autito y agarro otra frase, tal vez dos, parece que va a arrancar algo pero tampoco: nada. Pasa el helicopterito y una frase suena, aparece otra que sigue sonando, la idea va desplegándose a sí misma y sí, la sortija y yo nos vamos con el helicóptero.
Sólo eso que suena es capaz de llevarme: de hacerme experimentar la continuidad.
En música, a eso, le llaman groove.
En literatura suelen decirle voz.
Una chica trans que se llama a sí misma princess pero a la que todos se refieren como Heroína le cuenta su historia, desde la cárcel, a un presunto periodista. Hija de Dorita (una correntina suicida arrancada de sus raíces a los trece años) y criada como chico raro por el hijo de puta padre y la abuela Culo, Heroína creció cargando el peso de la muerte de su madre (mito fundacional made in pater) y aprendiendo a ser a escondidas: motivos suficientes para que Victor, el hermano del almacenero del barrio, advierta ya en la infancia una angustia existencial que, sin embargo, no duda en invadir: ¿Vos no te reís nunca, pibe?
Por amor al Elvio, fúlmine crush de secundaria, Heroína está, ahora, presa y estuvo, también, antes, encerrada: con el pelotón B12 en la Guerra de Malvinas.
Los que nacimos en los ochenta, apenitas después de la guerra de Malvinas y el advenimiento de la democracia, fuimos criados bajo una serie de mitos y dogmas que, Internet mediante, fueron cayendo por su propio peso provocando un hiato irremediable con la generación de nuestros padres. Nuestro modo de entender la alimentación, la medicina, la sexualidad, la democracia, el valor de la información, el rol de los medios, la salud, la religión, la familia, la pareja, el consumo de carne, la economía, la profesión, la tecnología, la identidad de género, el futuro, el pasado… Todo fue, es y está siendo revaluado, discutido.
Si uno se documenta sobre los talleres literarios o se da una vuelta por las redes sociales, verá que la mayoría de los escritores que tallerean aseguran velar porque el alumno encuentre su propia voz.
A mí me gusta más pensar a la voz como algo impersonal, como una clase de logos: algo que nos atraviesa la experiencia de expresarnos así como nosotros atravesamos la experiencia de expresarse de algo más universal, cósmico, que nos contiene, y que podríamos llamar ser. Como si uno, saliéndose de sí mismo, pudiera decirse, ser dicho por una lengua que se lleva por delante al propio cuerpo y a la propia biografía.
Liliana Villanueva cuenta en Maestros de la escritura que cuando, durante una clase en casa de Hebe Uhart, le preguntó a Alicia Steimberg cómo hacía para no irse por las ramas, Alicia le respondió: Muchacha, la literatura ¡es irse por las ramas!
La Heroína de Correa pasa de contarnos cómo tuvo que buscarse un brujito tumbero para hacerle una maldad al Reymond a recordar la historia de la señora Caracciolo; de la historia del amor trunco del Chitoro con la Etelvina, a una sinopsis (en clave Fausto, de Estanislao del Campo) de La cautiva. Todo convenientemente alternado con la memoria de sus experiencias fundacionales, como la escena del debut sexual con el rotundo camionero Formiga que nos regala, inesperado, este bellísimo diálogo introductorio: ¿Qué es lo que transporta, señor? / Lo que haya que transportar / ¿Es grande? / ¿Qué? / Adentro / ¿Querés ver? / ¿No está muy oscuro para ver? / Tengo una linterna.
El vaivén temático, el irse por las ramas, es la excusa para demorar la narración de lo que le interesa saber al periodista: los hechos que, a su vez, hacen que nosotros, también, estemos escuchándola: su experiencia en Malvinas y el crimen que la llevó a estar presa.
Esos relatos siempre están por empezar pero son postergados, sepultados por la necesidad de la princess de contar quién fue y qué ha vivido para no ser recordada por la guerra y el crimen, como si sospechara que después de narrar eso, ya ninguna otra cosa que diga tendrá la más mínima importancia.
La figura del narrador es una operación que se produce entre la experiencia individual del mundo que tiene el autor y el texto que escribe. Refleja un determinado modo de mirar el mundo, registrarlo y (re)ordenarlo, condensado en la célebre definición saeriana de la ficción como antropología especulativa: la literatura como la superposición de la experiencia del mundo con la reflexión confusa sobre sus sentidos posibles. En palabras de Juan José Becerra: (…) una mirada sobrehumana para saldar la pobreza de los modestos equipos de percepción con los que nos ha dotado la naturaleza.
La voz literaria tiene pretensiones más modestas: hace algo más lúdico, menos narcisista. No ordena el mundo para poder decirlo sino que más bien acepta ser sometida al desorden universal para poder ser dicha. Se parece más al habla saussureana que a un lenguaje neutro: es más un accidente que un dispositivo. Contiene sociolectos, idiolectos, dialectos, neologismos, influencias geográficas y de época: le adiciona a la experiencia particularísima que el individuo tiene del mundo, la experiencia colectiva de la lengua.
En la novela de Correa, afortunadamente, la voz y lo propio están bien delimitados: la voz está en el personaje, es el personaje; y lo propio hay que buscarlo en otro lado.
La «guerra gaucha», subtítulo de la novela, es un conflicto bélico, un libro y una película: la guerrilla de gauchos independentistas salteños (mal armados y poco disciplinados, dirigidos por el General Güemes) contra los realistas españoles de 1817; el libro de cuentos de Leopoldo Lugones publicado en 1905 que narra los casi diez años de batalla en clave épica gauchesca; la película de 1942 con guion de Homero Manzi.
La cita que abre el libro es de La cautiva (1837), de Esteban Echeverría, el poema épico que cuenta el secuestro indio de un soldado y su esposa -piedra fundacional de la literatura argentina.
Heroína es una chica trans de origen humilde y jerga tumbera. Participó de la Guerra de Malvinas de 1982, lo que significa que nació entre 1961 y 1964.
Nicolás Correa, que nació en 1983 y publicó su novela en 2018, supo bien de qué lenguas nutrirse para componer la voz de su personaje.
Ahí, en el gesto literario, está lo propio de la novela y de Correa: en lo declarativo de la apuesta, en el paratexto de la voz (una implosión de sentidos posibles que dialoga de lleno con la Historia y la Literatura argentinas) y en el rescate, acaso involuntario, de una lengua tumbera, sí, pero sobre todo loca.
Antes del boom informativo, buena parte de mi generación fue tentada por el argot rocanpopero y se dejó narrar por voces como la de Mario Pergolini, Elizabeth Vernaci y Eduardo De la Puente, por citar tres ejemplos nacidos entre el 61 y el 64. Voces previas, también, a la explosión del stand up, que contribuyeron a levantar los velos conceptuales de nuestros padres (aunque en la práctica, en los hechos, la mayoría sigamos viviendo casi tan conservadoramente como ellos). Nos dejamos narrar por la potencia de esas voces, sí, pero apenas antes de su ocaso: Internet mediante, la lengua que hablaban se nos fue volviendo nociva, violenta, construida bajo el mito de la exclusión (del careta, del gil), con dejos ghettistas y mafiosos (de la familia para adentro, todo; de la familia para afuera ni respeto), que, al menos en su repertorio de recursos, no tenía nada que envidiarle a la de Radio Diez, que ya aunaba taxistas y militantes del odio.
Pero a través de Rock And Pop también conocí, huelga decirlo, muchas cosas. Algunas de ellas quedaron: permanecieron. Recuerdo mi encanto, porque esa es la palabra, cuando escuché por primera vez los monólogos de Humberto Tortonese, los personajes de Fernando Peña, la leyenda Parakultural de Batato Berea (todos nacidos, también, entre 1961 y 1964): acaso en la radio se produjo mi primer encuentro con la perfomance de la lengua loca: unas voces corporales, improvisadas, que me sonaban a Pinti y a Gasalla (también un poco a Moria) y que recuerdo tan histriónicas y disparatadas como tristes y anhelantes: la más cruda versión de las mascaritas teatrales que pueda, todavía hoy, evocar pero que, sin lugar a dudas, sonaban.
En 2013 Correa publicó 83, un libro de cuentos editado por Milena Caserola y El 8vo loco. En ese libro aparece ya la voz de la Heroína narrando una versión condensada del hecho principal de la novela: por qué y cómo llegó, después de Malvinas, a la cárcel. También aparece en Súcubo, novela publicada el mismo año por la editorial Wu Wei.
Cinco años con la voz de su personaje en la cabeza.
Cinco años. Sesenta meses. Mil ochocientos veintiséis días.
El tiempo parece haber sido suficiente no sólo para que la Heroína se gane su propio libro sino para que el gesto literario de su autor la liberara de cualquier otro compromiso que decirse a sí misma: todo lo que Correa tiene para decir lo dijo con el gesto, lo que provee a su personaje no sólo de un marco social bien definido sino de lenguas muy concretas de las que servirse. La libertad que este recorte previo del autor le da a su personaje (haberlo dicho todo antes de ponerse a escribir) es lo que le permite a Correa salir airoso del chapuzón social (Malvinas, pobreza, identidad de género, santería pagana, tumba) donde tanta obra se ahoga: usarlo todo, no temerle a los estereotipos, birlar la tentación de la incorrección política pero, también, el fantasma de no representar a las minorías con las que se mete.
En fin: escribir sin miedo.
La lengua loca fue siempre una performance: un show de sí misma. Decía su verdad entre chistes y disimulos con la libertad que permite la superabundancia del monólogo, la falta de silencios para procesar la información y juzgarla, el bombardeo de contenido como recurso desesperado: hacer de la persona un personaje.
Entre la danza de una oralidad performática y el irse por las ramas como dispositivo de distracción, la Heroína es también una sortija al viento que se sube al helicopterito que más la convoque. Y así, contando cualquier cosa, lo que le suene, se le escapan, también a ella, sus verdades.
Verdades que acaso hoy no puedan ser, del todo, procesadas, pero que, con el tiempo, probablemente se cristalicen en hechos, conductas o al menos ideas de generaciones posteriores. Sirva de ejemplo el propio Batato advirtiendo, en 1988, en El mundo de Antonio Gasalla, pleno prime time de ATC (que supo medir más de treinta puntos de rating) algo que nuestros padres tal vez hayan pasado por alto pero la mayoría de nosotros, coma o no coma carne, no puede, ya, más, ignorar: que la vaca no da leche; se la quitan.