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Publicado en Reseña

Cuántas veces puede doblarse un silencio

La leyenda dice que es imposible doblar una hoja de papel más de ocho veces, pero una piba californiana tiene el récord: doce pliegues. Al octavo, el espesor del troquel ya es de dos centímetros y medio. Si pudiéramos doblarlo veintitrés veces, el paper superaría el kilómetro. Con cuarenta y dos pliegues, llegaría a la luna. Con ochenta, excedería la galaxia de Andrómeda (ciento veintisiete años luz).

 

El fenómeno, que parece un fake pero resulta comprobable por quien guste hacer números (partiendo de una hoja de 0,1 mm. de espesor), se conoce como crecimiento exponencial y es una tasa de aumento que hace crecer una magnitud, a intervalos regulares, cada vez más rápido.

 

Como las tarifas y el transporte público de la gestión macrista.

 

O como Por qué volvías cada verano, la novela de Belén López Peiró que, desde su publicación (hace exactamente un año), logró superar los diez mil ejemplares impresos, en un país en el que un autor novel no suele exceder los quinientos.

 

«Literatura Feminista» y «Novelas biográficas», figuran como etiquetas en la página legal de la correcta edición de Madreselva; «Feminismos», en su catálogo web; «Novela polifónica», le han dicho algunes, y «No-Ficción» (categoría, ésta, que elige preferir la autora) le han dicho otres.

 

Entre los trece y los dieciséis años, Belén López Peiró fue abusada por su tío, un comisario de la provincia de Buenos Aires. Los abusos fueron cometidos principalmente en la propia casa de los tíos, en Santa Lucía, donde Belén solía pasar los veranos y feron denunciados por la autora en 2014.

 

En cuarenta y cinco fragmentos que recrean las voces de amigos, familiares y profesionales; trece escritos judiciales que imprimen, con su tipografía clásica, la voz de la Justicia; veintiún extractos de las voces de las distintas Belenes (durante, después y después del después de los abusos); y cuatro unidades narrativas breves, en primera persona, Por qué volvías cada verano cuenta y reconstruye tanto la historia de esos abusos como sus interminables consecuencias.

 

Entre mate y mate, escucho que Martín, mi compañero de trabajo uruguayo, le dice a un cliente: «y sí: no hemos escuchado cuando fuimos hijos, y no podemos escuchar ahora que somos padres.».

 

O sea: no nos escuchamos nunca. La verdad paradojal que sostiene, invisible, tanto a la frase de Tincho como a mi rústica conclusión, se ha trivializado tanto que nuestra incapacidad para conectarnos terminó siendo, no pocas veces, motivo de gracia, de una resignación socarrona que recuerda el espíritu de muchos de los matrimonios que nos vieron nacer.

Ahora, cuando la incapacidad de escucha se manifiesta en cuestiones dolorosas, la paradoja se vuelve trágica.

 

Hace seis meses que mi padre está deprimido. Clínicamente deprimido. Nadie sabe qué le pasa, en gran medida, porque nadie lo escucha. Y nadie lo escucha, en parte, porque no habla. Todos (familia, esposa, hijos, hermana, psiquiatras, psicólogues, compañeros de trabajo) le hablamos porque no podemos, ni sabemos, compartir su silencio. La condición de mi padre nos hizo enfrentar, a mí y a mi familia, lo que todes sabemos pero elegimos ignorar: que no nos conocemos, que nuestro vínculo es una pantomima maquillada por la costumbre y que, muy en el fondo, tal vez no nos importe demasiado.

 

La superposición de voces como forma de decir lo que no puede decirse y la polifonía o intertextualidad como representación del ruido logran reflejar la sensación de ahogo, el agobio que nos rodea cuando algo nos duele y nadie puede escuchar nuestro dolor.

Y nos revela, como la depresión de mi padre, que el ruido que nos obstruye es el mismo que producimos cuando lo que nos punza es el silencio de otre.

 

La ausencia de narración, salvo en cuatro fragmentos que no superan en total las diez páginas (contra el resto del libro, que es puro testimonio), logra emular un estado emocional que si no basta para transferirnos una experiencia (cosa imposible, en cualquier caso), sirve tanto para dejar en evidencia la rusticidad de los engranajes sociales que nos oprimen y nos callan (médicos, abogados, profesionales de la salud mental, amistades, parejas, familia) como para que podamos acceder a un estado de escucha muy difícil de lograr en el diálogo y vivenciar el silencio de quien padece y no denuncia: ese silencio que nuestro propio ruido, por bienintencionado que fuere, no nos permite compartir.

En ese sentido, tanto el libro, el dispositivo comunicacional, como la resolución formal de López Peiró para abordar su historia, duelen como duelen algunas verdades que, en general, preferimos evitar.

 

En la Argentina de los ochentas y noventas, dice Damián Tabvarovsky en Literatura de izquierda, existió una voluntad cultural tan fuerte por que realmente se instituya un mercado literario, que lo realmente significativo, dice, no es finalmente si se llegó a concretar esa empresa, sino la existencia misma de esa voluntad.

 

En la Argentina literaria de las décadas del cero y del diez se vive con lo que quedó de esa voluntad: la intención pujante por sindicalizar la escritura y la consolidación de los talleres literarios como el lugar desde donde se produce la mayoría de los libros que publican nuestras -más de doscientas- editoriales.

 

Por qué volvías cada verano es producto de un taller literario.

 

Cuenta la historia que Gabriela Cabezón Cámara recibió un mail de Abuelas con la intención de armar una antología de escritores y escritoras jóvenes. El tema: la noción de identidad. Belén, que llevaba un tiempo ya en el taller de Gabriela, escribió lo que para ella era la identidad y le salió el relato del primer abuso al que la sometió su tío en un departamento de la ciudad de Buenos Aires. Leyó un fragmento de ese relato en el stand de Página12 de la Feria del Libro, leyó otro fragmento en una radio y así estuvo circulando su relato, oral, leído, sospecho que por su propia voz, hasta que la editorial Madreselva la contactó para proponerle la escritura del libro.

 

Agotó cinco mil ejemplares el año pasado, se reimprimieron otros cinco mil en 2019 y vendió dos mil copias en un sólo día.

 

Si bien en ocasiones, muy pocas, se percibe cierta voluntad, digamos, didáctica, y en otras -menos pocas pero todavía pocas- cierta pretensión poética, un vaivén algo rudimentario que no se define entre una escritura primal y otra más elaborada (digamos, de intención estética), la potencia expresiva del texto, en general, se impone.

 

Aunque la consigna parece haber sido no corregir, dejar que la obra sea, en parte, testimonio de su propia escritura (con todo lo que debe implicar eso en un caso como este), en algunas -repito, pocas- frases (Culpa por querer que acabe el dolor. Por querer acabarle al dolor. Por querer acabar. Con esto. / La habitación sigue a oscuras pero más noche hay en mi pecho) algo en el pacto de lectura que sostiene una No-Ficción autorreferencial parece romperse: o la idea de no corregir tuvo efectos adversos o a pesar de las recomendaciones, un poquito ha de haberse corregido, algo ha de haber mediado entre la escritura más íntima y descarnada, y el texto que leemos.

 

Pero la potencia expresiva, repito, prevalece.

 

Sobre todo en los fragmentos más crueles para con la autora/protagonista, en los que da la impresión que la voz que increpa a la víctima es la de la propia Belén: [1]Porque sos la única que no perdonás: no te perdonás haberlo dejado, no te perdonás ser quien sos, no te perdonás querer ser otra persona. Aunque te rasguñes, aunque te lastimes, aunque te prendas fuego siempre vas a estar adentro de este cuerpo.

 

[1] La negrita es mía.

 

Lo fragmentario, los huecos, la enorme cantidad de papel sin tinta, sin palabra, los ecos de lo ya leído resonando en fragmentos posteriores… Cada pausa, cada espacio vacío entre las entradas de la novela (donde debiera estar la voz que narra, desde un punto de vista formal, y la voz de Belén, desde una óptica más humana) hace que el silencio, lo que vincula los fragmentos, vaya plegándose sobre sí mismo hasta alcanzar una presión, a veces, insoportable. Una presión que nos acerca al abismo del horror donde quedamos suspendides, en plena cornisa, todes aquelles que no hayamos vivido algo parecido a lo que vivió la autora.

 

En una entrevista para el blog de Eterna  Cadencia, Valeria Tentoni pregunta: Hubo, en un momento quizás contemporáneo a la época en que estudiabas periodismo, una especie de «boom» en la no ficción local del cronista que hacía visitas a mundos ajenos al suyo -el cronista que va a la villa y lo cuenta, por ejemplo. ¿Creés que estás protagonizando, junto a otros autores, un giro hacia otro tipo de «boom» local de no ficción hacia dentro, hacia el propio mundo, autoficción?

 

López Peiró es cortés en su respuesta. Incluso cita a algunes colegas. Pero en tiempos en que la autoficción se regodea en proezas proustianas pasteruizadas por las redes sociales (es decir: no ya la magdalena y sus decenas de páginas de evocación sino una foto de la magdalena y cuarenta líneas para la revista La Agenda), hay que decir que Belén corre riesgos, asume peligros no sólo relativos a su vida privada sino también, probablemente, a su carrera periodística y a la forma en que va a ser leída como escritora (actualmente trabaja en una novela de ficción).

 

Cuando un novelista dice que sus preocupaciones y sus ocupaciones literarias recaen sobre el lenguaje y uno lee tres páginas y se da cuenta de que no, de que el lenguaje no le importa una mierda…; cuando algunes le llaman cambio a algo que si uno conoce a medias la historia argentina sabe que ha sucedido, por lo menos, cinco veces; cuando la presión por ser diferente se consolida de tal modo que el deseo de la diferencia nos iguala…

Cuando todo eso sucede en una misma época, poco importa si los novelistas, gobernantes e individuos en busca de su emancipación gregaria creen realmente que están ocupándose del lenguaje, apoyando un cambio y diferenciándose del resto, respectivamente, o si se trata de una pose, de un gesto para conseguir lo que todes, en el fondo, queremos: alguna clase de atención. Lo que importa es que a muches nos están poniendo La Gotita en el fusil.

 

Por eso un libro como el de Belén es valioso en tiempos en los que, favorablemente, las noticias sobre abusos y violaciones coparon la atención de todes. Al hablarse de abusos en la mesa familiar del mismo modo en que antes, cuando éramos chiques, se comentaba la última tira de Polka, la temática corre el riesgo de banalizarse.

 

El libro de Belén, entre otras cosas, es un antídoto necesario para evitar la banalización y para que el vínculo entre las cosas y las palabras que las designan no pierda, en el fragor de la popularidad, el rigor y la necesidad que ya perdieron todas las instituciones, incluídas las familias de las que formamos parte.