Una maldad contemporánea
El Pingüino es un spin off del universo Batman de DC Comics diseñado para ser visto de manera autónoma. Más allá de alguna mínima referencia a The Batman (Matt Reeves, 2022), la miniserie se desarrolla con independencia de cualquier otra trama.
En los ocho episodios de la primera —y por ahora única— temporada, la serie cuenta el ascenso de Oswald Cobb (Colin Farrell) en el crimen organizado de Ciudad Gótica tras la muerte de Carmine Falcone y el encarcelamiento de Sal Maroni. Con el apoyo constante de su madre (Deirdre O'Connell) y la ayuda de su chofer y aprendiz Víctor Aguilar (Rhenzy Feliz), Cobb buscará capitalizar el vacío de poder y convertirse en el único líder de la mafia. Su principal oponente será Sofia Falcone (Cristin Milioti), la hija del difunto capo que regresará a la ciudad tras una década de reclusión en Arkham (una prisión y hospital psiquiátrico, donde las autoridades encierran a los criminales peligrosos).
Con sólidas actuaciones y una notable precisión para ir al hueso de los debates morales de su época, El pingüino es una serie sobre la maldad y sus relaciones con la masculinidad, la tolerancia y una pasividad que, al final de cuentas, parece convalidar la decadencia.
Genealogía de un poder amoral
Desde la idea de justicia donde no llega la justicia de Vito Corleone y la ambición de su hijo Michael en El padrino, pasando por la marginalidad consciente de Tony Soprano, el pragmatismo marketinero de Stringer Bell en The wire, la espiral descendente de Walter White en Breaking bad, y el poder adquirido de Lukas Matsson en la era tecnológica al final de Succession, la ficción audiovisual ha sabido representar el devenir amoral de la acumulación de poder en las sociedades occidentales. Vito veía un límite en las drogas, Michael se envileció al asumir que –por la naturaleza de su tarea– no podría ser parte de la elite norteamericana, Tony se deprimió por el peso de su consciencia, a Stringer Bell lo cagó la casta política de Baltimore, Walter White descubrió que la presencia de la muerte borra los límites morales y Matsson pudo obrar caprichosamente porque no tuvo nada que perder más que dinero (ni había fundado ni heredado su imperio: lo había comprado).
En esta línea, Oswald Cobb parece venir a cerrar un ciclo. Exhibiendo un poder autoconsciente que trasciende las categorías tradicionales, experimenta que su esencia permanece inalterable tanto se ejerza desde el narcotráfico como desde la esfera política. Un poder fuera de sí, desprovisto de cálculo o especulación sobre las consecuencias de su ejercicio, que se manifiesta a través de una violencia torpe y sin límites: la de un yo desatado.
El combustible espiritual
Lauren LeFranc, la showrunner de El pingüino, fue guionista de My Own Worst Enemy, una serie que exploraba el conflicto de dos identidades en un mismo cuerpo. En El futuro demasiado, el libro que escribió Althusser después de asesinar a su esposa y que el Estado francés lo absolviera alegando confusión mental y delirio onírico, el filósofo refiere que, en la votación para expulsar a su mujer del Partido Comunista, él, que la había defendido durante todo el proceso, finalmente votó a favor de expulsarla. En Materialismo oscuro Silvia Schwarzböck remarca la insistencia de Althusser en afirmar que su mano se había levantado sola, como si esto revelara un yo que actuaba en contradicción con su voluntad consciente: un yo cobarde reconocido a destiempo.
Algo parecido se muestra en el primer capítulo de El pingüino, cuando Oswald Cobb se encuentra con Alberto Falcone, primogénito del capo fallecido. Cobb en verdad había ido a robrarle, y estaba a punto de cumplir su empresa con éxito. Pero Alberto dice algo. Algo que hiere a Oswald de una manera que no puede procesar más que con violencia. El yo que se le revela a Cobb no es un yo cobarde sino un yo atrevido: una máquina del mal alimentada con el combustible del odio. A lo largo de la serie, el espectador verá que se trata de una impulsividad innata y emocionalmente torpe que expresa la falta de mediación entre una (sensación de) amenaza y la reacción que suscita.
El peor hombre posible
Para construir la maldad que habita en Oswald Cobb, El Pingüino no prescinde de su condición de varón. La serie explota los aspectos más oscuros de la virilidad a la hora de crear un villano que supera en contemporaneidad a los Jokers de Heath Ledger (The Dark Knight, Christopher Nolan, 2008) y Joaquin Phenix (Joker, Todd Phillips, 2019). Por eso acierta cuando muestra a su protagonista justificando el peso de sus acciones en dos entelequias tradicionalmente masculinas: la madre y el pueblo.
Una escena clave en este sentido sucede cuando, al conducir a Sofia Falcone a un destino peor que la muerte, Cobb evoca su origen humilde. Los hombres como él, dice, los que nacieron sin nada, son constantemente ignorados por mujeres como ella, que nacieron en familias de clase alta. A lo que Sofía responde en voz baja, casi para sí misma, como si estuviera entendiendo algo importante: Oswald Cobb, el hombre del pueblo... Así que eso necesita creer...
Más allá de su ubicación en las narrativas de poder en la ficción, El Pingüino se pregunta por la intrincada relación entre el mal y la indiferencia. La miniserie de Lauren LeFranc construye, como villano de un superhéroe, a un hombre (el peor hombre posible), en un proceso que, en parte, sucede gracias a la pasividad de quienes lo rodean. Desde la niñez (época en la que sucedió algo cifrado, un hecho elidido que se empieza a intuir en los últimos capítulos) hasta la última escena de la temporada, la metamorfosis de Oswald Cobb se revela no tanto como una transformación, sino como un coming out de su verdadera naturaleza maligna. En el camino hacia su manifestación pública, hacia su conversión en actos concretos, la serie identifica al menos tres instancias en las que su madre, Sofía o Víctor pudieron haber intervenido. En momentos distintos, los tres percibieron una oscuridad profunda en Oswald, algo desfasado, corrido de lo humano. Sin embargo, optaron por no hacer nada. La presencia del mal en Cobb parece haberles ofrecido una suerte de válvula de escape para sus propias pulsiones destructivas, una forma de expiar su propia oscuridad interna a través de la simple omisión.
El Pingüino presenta un retrato contemporáneo e incómodo: el de un hombre herido en su orgullo, incapaz de manejar sus emociones, consumido por el rencor y desprovisto de culpa, y el de, a su alrededor, una corte de víctimas indirectas que elige la inacción ya sea por una promesa de beneficio, una tenue esperanza de obtenerlo, o porque la conciencia de un poder ejercido porque sí vectoriza emociones que no encontraron otro modo para expiarse. Como si el mal fuera un destino inevitable que, personificado en alguien peor que ellos, se volviera ajeno.