Toda mi vida copié. Desde mis dibujos infantiles hasta mis primeras reflexiones, que en un anhelo vincular enviaba por mail a mis compañeros de secundario. A partir de eso, de la copia, algo creaba. Es decir que para mí crear siempre empezó por el plagio. No con la intención de imitar (tal vez sí al principio, con los dibujos, como si a través de la mímica midiera mis capacidades, las validara) sino más bien de empezar: como disparador, como punto de partida.  

Nunca tuve eso que llaman estilo propio o voz propia: en todo caso, si tengo una voz o un estilo de lo único que estoy seguro es de que no son propios. Son, en todo caso, el resultado de mezclar lo que han hecho otros. No suscribo a la idea de reducir al sujeto a la función de compilador. Sobre todo porque sigue pensando en un sujeto, en un autor, que es lo que se tambalea hace décadas (y, por consiguiente, la idea de obra).  

La cuestión no es literaria, mucho menos artística. No hay que buscarla en la evolución de la historia de las artes (movimientos, vanguardias) sino afuera, en la vida, donde quedó irremediablemente expuesto el hecho de que el sujeto, la noción de un ente autónomo, identitario, firme y sólido que opera –de algún modo– en y con la materia, no fue más que una ilusión (¿acaso una esperanza?) de las ciencias sociales. 

Volviendo: yo no puedo saber, a ciencia cierta, si los otros (esos a partir de los cuales yo he creado algo) han procedido, también, partiendo de la creación de otros (y así ad infinitum). De manera que apenas puedo decir que, en mi caso, no hay nada parecido a una voz propia: lo más parecido a eso es esto que estás leyendo ahora. Valga aclarar que no había pensado en vos hasta este momento. Como verás, no puedo concebir una voz –mucho menos propia– sin alguien que la escuche.  

Es que sin vos, sin el otro, no hay voz. Hay neurosis.  

Volviendo a donde estaba volviendo: todo lo que siempre hice fue hecho de la misma manera: a partir de algo de otro. Existe un diálogo entre una obra ajena y la pulsión creativa que, en mi caso, siempre fue decisivo. Lo entiendo, ahora, como una suerte de privilegio. Porque la literatura me sirvió para dejar de creer en mí. Es decir, para dejar de creer en la idea de un mí, de una identidad, de un yo. Me sirvió para saber que las experiencias más intensas surgen de lo menos propio que hay en uno. Estoy hablando de la disolución del átomo del yo, es decir, de un tipo de experiencia más bien cuántica.  

Sí: escribir puede servir para eso.  

Después de una experiencia así, de a poco la literatura (como institución de obras que circulan y campo profesional de gente que escribe) empieza a parecer un poco un chiste. Ponerse a escribir empieza a teñirse de una actitud más bien falsa. Como si para escribir libros, para hacer literatura, hubiera que ponerse un traje.  

A veces siento que las personas necesitan escribir para ser un poco más sí mismas. Que usan la escritura para ser, que la necesitan para que ese ser que escribe (que es, por definición, el ser que no vive) exista. Y que, no contentos con que exista, lo visten para sacarlo a pasear. 

Yo voy a la escritura para dejar de ser. Busco en ella la muerte, no la vida. La vida está, siempre estuvo, afuera.  

Empecé a escribir porque antes había leído. En los subtítulos de películas y series, en las letras de rock, en videojuegos, en cierto periodismo, en radioteatros y sketchs, en comics, en slogans publicitarios, en libros. Buscaba y encontraba literatura en todos los soportes que ofrecía la cultura de masas. La literatura estaba asociada al ocio, al juego. Hasta que los libros se apoderaron de todo.  

De pronto, no sé bien cuándo, empecé a achicar, a reducir, a jibarizar mi combustible. El mundo me empezó a parecer menos literario y la literatura me empezó a parecer algo más importante que la vida. Puse un pie en el campo literario y me pasó lo mismo que en el campo periodístico: percibí cómo el oficio sepultaba las almas, se convertía en una herramienta para disimularlas en soportes y formatos, más que para potenciarlas. Ya no pude escribir ni periodismo ni literatura. Empecé a sentir que se necesita cierta solidez para sostener la figura de un autor. Y yo, lo único que podía hacer, con la lectura y la escritura, era perderme en la abrumadora liquidez de lo ajeno.  

Con el tiempo y los golpes, adquirí la convicción de que cualquier intento de otra cosa sería inútil. El periodismo y la literatura serían para mí, de todo, menos trabajo. Las figuras que me interesaban parecían formar parte de algo así como una comunidad de disidentes que ni siquiera se conocían entre sí. 

Cuando era jovencísimo, un amigo me contó una idea: que había solo un bostezo en el mundo. Que se trataba de algo, una entidad, que circulaba entre la especie, tomando cada tanto un cuerpo para manifestarse. Por eso, decía, nunca había personas bostezando al mismo tiempo. Después vi personas bostezando al mismo tiempo y me molestó mucho que la materia se empecinara en destrozar la belleza de algunas ideas.  

Ahora pienso así a la literatura.  

Pienso en las universidades, los libros, los medios, los talleres… la tan mentada profesionalización del escritor y pienso que nada garantiza que la literatura tenga más lugar allí que en otros sitios porque, como el bostezo, el espíritu y el punctum barthesiano, la literatura sopla donde quiere.  

Pienso que le hemos puesto tantas capas encima, que lo que alguna vez fue la literatura ahora es algo pequeño, tapado por capas y capas de studium. Que ahora, siempre, hay que buscarla.  

Es claro que lo que me había vinculado alguna vez al dibujo y me vincula, ahora, a la escritura tiene que ver con eso: la experiencia de la pérdida, la disolución, el abandono. Cierto que antes, como suele suceder durante la infancia y parte de la juventud, de un modo más imaginario, es decir, tendiendo hacia lo todo, y ahora, en lo que podríamos llamar adultez, apuntando más bien hacia la nada, el silencio, la muerte (del yo).  

Pero es lo mismo. 

De chico quise hacer historietas y series (en el sentido de antologías, colecciones de dibujos que compartieran algo en común); de grande quise escribir cuentos y novelas.  

No pude. No puedo. No sé si podré alguna vez.  

No parece tratarse de una cuestión de capacidades sino más bien de frecuencias. La continuidad y yo no nos llevamos bien. La continuidad requiere que algo permanezca en estado de gerundio: o el mundo o (un) yo. No es la forma en la que experimento la existencia. Porque si bien suscribo metafísicamente a la interdependencia cósmica, creo que solo podemos acceder a ella como acto de fe o, experiencialemente, de a ratos.  

Yo no tengo gerundio. El mundo, la vida que experimento, tampoco. Y ni la fe ni la creencia maridan con mi temple. 

De modo que si yo quiero, por ejemplo, hacer libros, no puedo, por el momento, ni parece que vaya a poder, en lo sucesivo, fabricar un tipo de libro que no refleje, de alguna manera, la experiencia del extravío, de la pérdida, de la disolución.  

Es, por otra parte, el único tipo de libro que puedo leer. 


Texto publicado originalmente en Revista Polvo