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Publicado en Opinión

Clandestino

Quisiera escribir algo sobre Maradona pero al mismo tiempo me odio por querer escribir algo sobre Maradona. Si hace tiempo que me chupa un huevo, me digo. Si cuando se abrió la grieta boquense, me alineé bajo el ala riquelmista. Si la única camiseta argentina que tuve, tenía el 9 de Batistuta. Si cuando dirigió la selección estuve del lado Basile de la rosca. Si cada boludez que leo en muros y medios me parece una gilada vacía, hueca, chabacana y pelotuda.

No importa.

Aquí estoy haciendo lo mismo que muchos, muchas y ¿muches? Sí, supongo que algune habrá tambien, maradoneando un dolor que en su momento pudo haberle inspirado cierto fulgor, cierta palmada invisible en el hombro para seguir siendo, a pesar de todo, une. Aquí estoy, decía, suspendiendo mis tareas habituales para escribir palabras banales pero urgentes sobre alguien que en el último tiempo no ocupó –ni en mi cabeza ni en mi corazón– prácticamente ningún lugar.

La muerte hace estas cosas, dicen. De pronto algo se despierta. Algo irrumpe y lleva a la acción, que en mi caso es esta: escribir. Me entrego, pues, a lo que me llama, a lo que me pide. Casi contra mi propia voluntad.

 

No voy a hablar de su fútbol. No voy a hablar de sus escándalos. No voy a hablar de sus contradicciones ni de la crapulencia moral de quienes atacan y señalan; tampoco de la argumentación fatua de quienes defienden. Voy a hablar del precio de ser humano.

Maradona fue un infernado. Hizo siempre lo que no convencía hacer. Y no lo hizo por especulación sino por respeto; por respeto a su propia incongruencia. «No deja de sorprender» dice Marcelo Cohen en Música prosaica, «cómo nos hemos habituado a conceder que odio y violencia contribuyen más que el amor y la paz a estructurar las relaciones sociales. Pero más sorprendente aún es la difundida resistencia a pensar que el clima de tensión, terror y amenaza que envuelve al mundo pueda relacionarse directamente con la defensa cerrada de la identidad, la de cada uno o cada grupo, y el desmesurado culto a la memoria.».

Maradona fue Maradonas, no soy el primero en advertirlo. Fue, tal vez, el último icono cultural argentino que pudo conservar la masividad a pesar de su propia discordancia. Así como no hay coherencia social entre sus seguidores, tampoco hay –ni la habrá– homogeneidad de clase entre sus detractores.

 

En una era ghettista que, a la sombra del Dios Market, nos divide porque que le conviene (así como hasta los noventa le convino unirnos, agruparnos en grandes taxonomías de consumidor), Maradona todavía aunaba.

No me queda claro si podrá seguir haciéndolo.

 

Si antes la tarea de moda fue el rescate, ahora la meta es el olvido. El olvido voluntario. Algo me dice que el Tiempo y la Historia ahora juzgan, toman partido, suprimen. Se me dirá que siempre. Y yo diré que no, que no de este modo. Que ahora, monopolizado por el bienpensantismo adoctrinante que vive de los ciclos de luz que Market le provee, la Historia es más cruel que nunca. Porque nos han hecho creer que la están escribiendo los buenos, los que antes no pudieron escribirla.

«Identidad, quiero decir» sigue Marcelo Cohen «ilusoriamente considerada como un componente basal único y no elegido, en cuya persistencia va el sentido de la vida del sujeto y cuya defensa requiere mantener a distancia y a raya a todo aquel que puede erosionarla, entorpecerla, importunarla o modificarla, y si es preciso comérselo y evacuarlo, o suprimirlo sin más. Identidad como etnia, tradición, nacionalidad, religión o filiación política excluyente, para empezar»

 

Maradona no tuvo identidad, pero su época quiere tenerla. Y en su esfuerzo por lograrla, va a mandar a todo lo que no le sirva allá donde Kevin Spacey, allá donde quisieron mandar a Lo que el viento se llevó. En un par de décadas no va a quedar ningún rastro de Belleza americana. Lo peor va a ser que nadie va a tener que prohibirla o censurarla. Y si hay un ser humano que puede ser justificadamente borrado por esta era es Maradona.

El premio Nobel Amartya Sen sostiene que la ilusión y la imposición de un sello identitario único, que crea la sensación de destino, fatalidad e impotencia, es lo que en el fondo alimenta una ira y una violencia que se descargan en el otro.

Nada en Maradona parece haber sido una fatalidad: ni sus glorias altruistas ni sus bajezas más íntimas. Nada en Maradona pareció ser impuesto. Ni ilusorio.

 

Cuando el futuro me da mucho miedo, imagino un futuro de guerrilla, con uno pocos humanos atrincherados, conviviendo con su propia pluralidad, aceptando sus miserias en vez de enmascararlas con frases pelotudas impresas en barbijos. Imagino un grupo –mínimo– de personas protegiendo –aunque el precio sea la vida– lo poco que en ellas no pueda algoritmearse.

Ahora imagino a esa resistencia venerando a Maradona como un héroe clandestino. Pintándolo en su bandera sin nombre como símbolo –paradójico, como era de esperarse– de rechazo a la tiranía identitaria.

Imagino a Maradona, otra vez, logrando lo imposible: convertirse en anti–ícono, (¿volver a?) ser clandestino.