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Publicado en Opinión

Una cierta distancia

Cada tanto, muy cada tanto, aparece una obra que no deja a nadie varado en la indiferencia. Periodistas, amigos, familiares y conocidos, por dispares que puedan ser sus gustos, intereses y militancias, tienen algo para decir. Esta maroma discursiva (todo un canto a la libertad de expresión) no está exenta de desventajas. Hay por lo menos dos:  que el presunto espectador se vaya cargando de expectativa y que, dada la urgencia comunicacional que parece reinar en todos los foros, que los motivos por los que se celebra o vitupendia la obra en cuestión suelan ser los menos relevantes.

Es el caso de Perfect days (2023), la última película de Wim Wenders de la que se escribieron, se están escribiendo y se van a escribir muchas cosas.

Los que escriben por dinero, los que escriben para ejercitarse y aprender a hacer algo sobre la marcha, los que escriben para sumarse a la ola, los que escriben sobre algo como excusa para hablar de sí mismos o de los que les interesa, todos ellos, y ellas, escriben sobre lo que no importa: convierten a la obra, en palabras de Héctor Libertella, en un arte hueco que sobrevive por su capacidad para generar resonancias, para permitir el eco. Se aferran a todo lo que genere resonancias (lo que Barhtes llamaba studium) ya sea en el afuera (defendiendo o atacando valores vetustos que la obra vendría a encarnar) o en el adentro (alguna manija personal a la que cualquier contenido puede ser reducido) y dejan de lado todo (por inabordable o por pereza) lo que importa.

 

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Para Leila Guerriero por  ejemplo, incluso a contramano de las opiniones del propio director, Perfect days no puede resumirse a esa aparente convención argumental según la cual contaría la historia de alguien que ha encontrado felicidad en lo cotidiano. Leila cree que a partir de la llegada de la sobrina de Hirayama, la rutina de este simpático limpiabaños se resquebraja: llora, comienza el día con un bufido, compra cerveza y cigarrillos (cosas que no hacía o que al menos no se nos habían mostrado antes). Su mundo ha sido interferido, dice, y esto es suficiente para que ya no vea en la rutina de Hirayama el disfrute de lo simple sino una máscara: la coraza de una defensa solipsista. El hombre más férreo que, al ser interceptado por el factor humano, se astilla.

Aunque divergente, la de Guerriero sigue siendo una lectura favorable, una reseña positiva, por así decir. También circulan interpretaciones más hostiles de variopintos tenores: que utiliza a Japón reduciéndolo a una serie de clichés occidentales, que el protagonista limpia baños que ya están limpios, que es un comercial encubierto de un proyecto de renovación de toilettes públicos (en un principio el hijo del dueño de Uniqlo le habría propuesto a Wenders hacer una serie de cortos documentales sobre estos espacios), que es de una ligereza que ronda el insulto pretender mostrar que alguien que limpia baños puede ser feliz escuchando a Lou Reed y leyendo a Faulkner, que romantiza el trabajo, los casetes y la fotografía analógica.

Repito: nada de esto me parece importante.

¿Qué es lo importante? Lo que no se puede decir, aquello sobre lo que no se puede escribir. Aquello que obras como Perfect days abren en nosotros y que, al parecer, encuentran como primera vía de escape cierta urgencia por manifestarse: nos hacen decir algo.

Pero si escribir sobre lo no importante no vale la pena y sobre lo importante no puede escribirse ¿qué hacemos, entonces? ¿No escribimos? No, sí: escribimos. Escribimos trabajando. Escribimos sin decir lo obvio, tratando de exceder el marco de la sinopsis y del sesgo personal.

 

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Si hay, frente a una obra, una relativa urgencia por manifestarse, se esté a favor o en contra, probablemente se deba a que nos ha interpelado a todos o por lo menos a muchos: ha tocado algo grande, algo (un tema, una cuestión, una emoción, un cúmulo de temas, cuestiones y emociones) que podríamos tentarnos a llamar, sin miedo y con algo de espíritu aventurero, universal. Y lo universal, en esta época en la que todos quieren sentirse distintos, incomoda.

Me interesa preguntarme qué hay, qué puede haber ahí, en el seno de esa supuesta universalidad, que todavía no haya sido dicho. No porque me motive la originalidad ni, mucho menos, sumar nuevas interpretaciones que jueguen, desapercibidas, a imponer modos concretos de experimentar una obra, instrucciones solapadas de cómo contemplar, qué mirar, qué sentir. Intentaré más bien, y apenas, tomarme el tiempo y el trabajo de buscar algo más y convertir todo lo que encuentre en el camino en algo comunicable.

¿Por qué? Porque creo en la simpatía sonora, eso que hace que, en un espacio acustizado, cuando alguien ejecuta un instrumento, suene otro. Es un fenómeno físico: hay una vibración, una onda que viaja por el aire, y esa vibración hace que uno toque un piano y suene también, por ejemplo, el timbal. Ese concepto, como ha dicho la artista plástica Silvia Gurfein, es interesante para pensar la relación entre texto y obra. Pensar, contra el fantasma de que el texto la reduce, que un texto puede ampliarla: hacerla sonar mejor.

Esa y no otra es, para mí, la función de la crítica: no juzgar una obra sino expandirla, potenciarla. El juicio del crítico, en todo caso, se manifiesta en aquello a lo que elige prestarle su atención, dedicarle su tiempo y su trabajo.

 

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En relación al ya mencionado proyecto que le habían propuesto a Wenders para retratar los baños públicos de Tokyo, entre otras cosas, el director dijo lo siguiente: Querían que yo hiciera una serie de cortometrajes documentales sobre esto, pero me pareció que podía haber algo más grande ahí, en torno a reivindicar el bien común. Tiempo después, al referirse a la composición del protagonista, dirá que se propuso, junto con el guionista, construir alguien que vive en el presente y siente orgullo de ser útil a otros.

Acá ya podría haber algo que empuje una lectura diferente gambeteando la trampa del choque de culturas: que la felicidad de Hirayama no viene de su rutina simple, matizada con toques de cultura, sino de hacer algo para otros, de limpiar lo que otros van a usar, de que otros reciban algo que los halague, los estimule y los honre, aunque estos, la mayoría de las veces, ni siquiera lo noten.  Se podría ver en esto una metáfora del trabajo solitario del artista (nada objetable, por otra parte, dada la enorme confusión que parece haber hoy respecto de lo que un artista es o hace) pero no vayamos por ahí, no ponderemos al arte por encima de la limpieza de baños. Quedémonos con la idea de hacer algo para otros dando lo mejor de sí aunque nadie lo valore. Porque esto, su trabajo, lo que Hirayama hace por otros, no mengua ni decae incluso en el quiebre anímico del protagonista que menciona Guerriero. No se trata, como ha escrito Tamara Tenenbaum, de preguntarnos por lo que muchos miramos con nostalgia en ciertas representaciones sigloveintistas de la vida y el trabajo (aunque diría, de paso, que una obra de arte nunca es una representación de la vida y del trabajo). Sino de, por ejemplo, imaginar una posibilidad: que Hirayama se haya alejado de su familia (hace tiempo que no ve a su hermana, no visita a su padre anciano y es amable aunque críptico con su sobrina) porque para ejercer el bien común o ser útil a otros acaso sea necesaria una cierta distancia.

¿Qué más anónimo y distante que un baño público para expresar la idea de bien común o de ser útil a otros, dando algo, incluso cuando esos otros, literalmente, se caguen en eso?

Desde cerca hay o puede haber conflicto y el conflicto impide la bondad y la generosidad. Empieza el toma y daca de las relaciones: lo que se da no se percibe, no se percibe lo que se recibe, si no recibe lo que se desea recibir se empieza a mezquinar lo que se da, etcétera. Una cierta distancia, entonces, podría resultar ser una condición necesaria para poder hacer algo (bien, con excelencia) por y para otros. Y en sociedades de familias en ruinas, amistades infrecuentes y circuitos endogámicos en los que los colegas (y los clientes) muchas veces son amigos y conocidos, podría estar en peligro.

 

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¿Quiénes hacen la cultura? Es un error creer que la cultura la hacen los artistas. Los artistas hacen arte. Salvo los que se quieren considerar a sí mismos artistas, que suelen caer en la conveniente trampa de creer que la cultura, y no el arte, es su trabajo. Uno podría tentarse a creer que ciertos vientos de época pueden influir en estas cuestiones. Pero lo cierto es que se trata de vientos que, con mayor o menor intensidad, soplan siempre (como se puede concluir de este video en el que Omar Chaban vomita sobre la cultura y el radicalismo) El arte es novedad constante. Si no, no es arte. La cultura es todo lo demás, este texto incluido.

¿A qué viene esto? Al rol de la música (qué música, cuál) en Perfect days. La música que escucha Hirayama no es música hecha por trabajadores de la cultura (que son, en general, los que se han referido a ella con cierta ignominia). Es música hecha por desertores de la sociedad como el propio protagonista: The Animals, Patty Smith, The velvet underground, Lou Reed, The kinks, Van Morrison, Otis Redding, Nina Simone. Trabajadores, clasemedieros en el mejor de los casos, lúmpenes en la mayoría. Más allá del éxito que cada caso haya podido cultivar, los discos que suenan son de los fines de los sesenta y de los setenta, cuando no eran nadie.

Sí, la música que escucha Hirayama con el tiempo se volvió mainstream y hoy cualquier snob la pone en una playlist con la que instagramea su momento artie del día en una cafetería de especialidad. Pero fue, en su momento, arte marginal y ahí, en su origen y no en su recepción, radica su valor.

 

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La música no tiene mensaje para dar, dice Adrián Dárgelos en Fan de Scorpions, uno de los tracks de su segundo disco más mainstream. E inmediatamente agrega: y sin embargo te lo da.

Lo que una obra de arte tiene para decir, su mensaje, no es del orden de lo decible. Parafraseando a McLuhan cuando decía que el medio era el mensaje, podemos decir que, en arte, el mensaje nunca es el mensaje.

Películas como Perfect days son muy útiles para exponer el modo en que periodistas, blogueros, críticos y toda la panopla de saqueadores del arte de la que tristemente formo parte, pueden reducir el horizonte de posibilidades de una obra, achicar la gama de experiencias que puede suscitar en la sociedad en la que viven, sobre todo cuando la tratan como un contenido.