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Publicado en Reseña

La inestabilidad del dispositivo

Hace tiempo ya que Octavio Paz observó que el occidente contemporáneo deseaba volver al ritmo primitivo y prelingüístico en el que sujeto y objeto supieron ser la misma cosa. Por eso decía que todo iba a tender a la poesía. Ya había sucedido en la filosofía (Heidegger, Wittgenstein, cierta filosofía italiana), ya había pasado en la ciencia (con el giro cuántico de la termodinámica) y sucedería también con la novela. Según Paz, la prosa querría olvidarse de Parménides para volver a fundarse ya no en el esto o aquello, tampoco en el esto y aquello sino en el esto es aquello, que es la forma de la poesía.

Hace rato, también, que Juan José Saer identificó a la prosa como el género discursivo de la razón, que por definición sirve al Estado. Su mayor flagelo era una concepción económica de la prosa fundada en la cantidad y calidad de sentido que un texto es capaz de suministrar (cuya expresión más eficaz era el periodismo). Por eso sugería que para que su trabajo no se pusiera al servicio del Estado, el narrador debería organizar su estrategia, que tendría que consistir ya sea en prescindir de la prosa [irse al verso], ya sea en modificar su función.

 

 

Alfredo Piro Jaramillo (Neuquén, 1983) empezó a escribir Nuevas veredas en 2014 a partir de una escena: tres amigos fumando un porro arriba de un árbol un día a la tarde después del colegio, mirando el cielo, sintiendo el viento, sintiéndose independientes y libres. Casi al mismo tiempo fue padre y ese hecho, dijo, le despertó un particular interés por esa zona en la que la libertad y el riesgo se juntan por primera vez. Quiso habitar un poco esa sensación. En 2020 envió el libro a la editorial chilena Overol, que finalmente lo publicó en 2022 distribuyéndolo en Argentina a través de Big Sur. Fabián Casas dijo que el libro es un poema largo en prosa. Marina Mariasch, que la de Piro es la prosa de un poeta.

 

 

Un grupo de amigos de secundario pierde el tiempo en días tan llenos de experiencia que parecen durar meses. Cierta tarde pasa algo y entre ese algo que pasa y la inminente llegada del día del estudiante, se gesta el clima, la atmósfera de este texto cuyo narrador en primera persona se construye más como observador que como protagonista.

La novela, que tiene sesenta y ocho páginas, está estructurada en breves capítulos o entradas que a veces terminan con una noticia o el extracto de un correo de lectores. Estas intervenciones son, según Jaramillo, fruto de una intención de homenajear al periodismo regional de una época. También sirven para situar el relato en un tiempo y un espacio que no se dicen pero se perciben: una ciudad argentina a fines de los noventa. Esto se refuerza con la presencia de ciertas palabras (obvio, chabón, flashear) y de algunos elementos: carpetas prendidas fuego, pijas dibujadas en pizarrones, videoclips de fondo en las tevés, un bowling y el avance silencioso pero firme de la industria sobre la naturaleza.

 

 

A pesar de tratarse de un libro corto, por momentos se vuelve algo inestable. El dispositivo narrativo se debilita al volverse imprecisa la circunstancia de la narración. No la de los hechos, que ya sabemos cuándo y dónde suceden, sino de la enunciación: ¿cuándo dice lo que dice la voz que está diciendo?, ¿está cerca o lejos temporalmente de los acontecimientos que narra? Hay algo entre las metáforas, las observaciones del narrador protagonista y la capacidad de traducir esas observaciones en una sintaxis y con un léxico acordes al punto de vista, que por momentos hace algo de ruido.

 

 

Jaramillo, acostumbrado al verso y a la redacción (trabaja de periodista, tiene un grupo musical desde hace más de diez años y publicó ocho libros de poemas), dijo que este libro le había costado. Se nota esa dificultad. No es que se perciba en el resultado sino en la prosa, que de a ratos parece marcada por la reescritura.

Libertella pensaba que la rescritura era el lifting de la literatura: el arte de darle apariencia de naturalidad a lo muy trabajado, algo que al escritor le llevó mucho tiempo pero no muestra su edad y que, aunque tenga eficacia y alcance la naturalidad, siempre deja un rastro de artificio. La síntesis del poeta y la pericia técnica del periodista tal vez hayan impedido que la voz que narra en Nuevas veredas se suelte del todo. El trabajo puesto en ella tal vez haya ido en desmedro de la frescura o naturalidad que puede apreciarse en los textos que Jaramillo publicó en El flasherito o en los poemas de Grunge (Editorial Funesiana, 2008)

 

 

Una modificación de la prosa a la que un narrador tal vez pueda asomarse es la siguiente: componer escenas que suenen. Propiciar un devenir de la escritura en el que la prosa no reniegue de la poesía pero tampoco pretenda buscarla: que sentido y sonido pesen lo mismo en cada frase. Ahí es donde la escritura de Jaramillo parece encontrar una suerte de equilibrio: Me puse el pantalón, la camiseta, el buzo y fui hasta la cocina. La hornalla estaba prendida con su llama azul y naranja, calentando igual que siempre. Me paré y puse la mano encima, subiéndola y bajándola. Tardé un rato en darme cuenta de que mi papá me miraba recostado en el marco de la puerta.

Si esto puede extrapolarse a toda una novela, o si solo puede darse por momentos, en ciertos pasajes, no se sabe del todo. Tal vez la novela nunca pueda ser poesía pero sí pueda contenerla. Quizás la poesía a la que pueda tender la novela sea, por definición, fragmentaria.